René Guénon (La Edad Sombría)

  
Guénon  es uestionable, discutible y fruto de todo ello: imprescindible.
Es una entrada temible al menos por su extensión.
Pero es de esas que invitan al debate interior. De uno mismo con el autor.
Le tengo aprecio a Guénon. ¡He discutido tanto con él!


La edad sombría 
(de La Crisis del Mundo Moderno)




La doctrina hindú enseña que la duración de un ciclo humano, al cual da el nombre de Manvantara, se divide en cuatro edades, que marcan otras tantas fases de un oscurecimiento gradual de la espiritualidad primordial; son esos mismos periodos que las tradiciones de la antigüedad occidental, por su lado, designaban como las edades de oro, de plata, de bronce y de hierro. Al presente estamos en la cuarta edad, el Kali-Yuga o «edad sombría», y estamos en él, se dice, desde hace ya más de seis mil años, es decir, desde una época muy anterior a todas las que son conocidas por la historia «clásica». Desde entonces, las verdades que antaño eran accesibles a todos los hombres han devenido cada vez más ocultas y difíciles de alcanzar; aquellos que las poseen son cada vez menos numerosos, y, si el tesoro de la sabiduría «no humana», anterior a todas las edades, no puede perderse nunca, sin embargo se rodea de velos cada vez más impenetrables, que le disimulan a las miradas y bajo los cuales es extremadamente difícil descubrirle. Por eso es por lo que por todas partes, bajo símbolos diversos, se habla de algo que se ha perdido, al menos en apariencia y en relación al mundo exterior, y que deben reencontrar aquellos que aspiran al verdadero conocimiento; pero se dice también que lo que está oculto así devendrá visible al final de este ciclo, que será al mismo tiempo, en virtud de la continuidad que liga todas las cosas entre sí, el comienzo de un ciclo nuevo.

Pero, se preguntará sin duda, ¿por qué el desarrollo cíclico debe cumplirse así en un sentido descendente, que va de lo superior a lo inferior, lo que, como se observará sin esfuerzo, es la negación misma de la idea de «progreso» tal como la entienden los modernos? Es porque el desarrollo de toda manifestación implica necesariamente un alejamiento cada vez mayor del principio del cual procede; partiendo del punto más alto, tiende forzosamente hacia el más bajo, y, como los cuerpos pesados, tiende hacia él con una velocidad sin cesar creciente, hasta que encuentra finalmente un punto de detención. Esta caída podría caracterizarse como una materialización progresiva, ya que la expresión del principio es pura espiritualidad; decimos la expresión, y no el principio mismo, pues éste no puede ser designado por ninguno de los términos que parecen indicar una oposición cualquiera, ya que está más allá de todas las oposiciones. Por lo demás, palabras como «espíritu» y «materia», que tomamos aquí para más comodidad al lenguaje occidental, apenas tienen para nos más que un valor simbólico; en todo caso, no pueden convenir verdaderamente a aquello de lo que se trata más que a condición de descartar las interpretaciones especiales que les da la filosofía moderna, de la cual filosofía, el «espiritualismo» y el «materialismo» no son, a nuestros ojos, más que dos formas complementarias que se implican la una a la otra y que son igualmente desdeñables para quien quiere elevarse por encima de esos puntos de vista contingentes. Pero por lo demás no es de metafísica pura de lo que nos proponemos tratar aquí, y es por eso por lo que, sin perder de vista jamás los principios esenciales, podemos, tomando las precauciones indispensables para evitar todo equívoco, permitirnos el uso de términos que, aunque inadecuados, parezcan susceptibles de hacer las cosas más fácilmente comprehensibles, en la medida en que eso puede hacerse sin desnaturalizarlas.

Lo que acabamos de decir del desarrollo de la manifestación presenta una visión que, aunque es exacta en el conjunto, no obstante está muy simplificada y esquematizada, puesto que puede hacer pensar que este desarrollo se efectúa en línea recta, según un sentido único y sin oscilación de ningún tipo; la realidad es mucho más compleja. En efecto, hay lugar a considerar en todas las cosas, como lo indicábamos ya precedentemente, dos tendencias opuestas, una descendente y la otra ascendente, o si uno quiere servirse de otro modo de representación, una centrífuga y la otra centrípeta; y del predominio de una o de la otra proceden dos fases complementarias de la manifestación, una de alejamiento del principio, la otra de retorno hacia el principio, que frecuentemente se comparan simbólicamente a los movimientos del corazón o a las dos fases de la respiración. Aunque estas dos fases se describan ordinariamente como sucesivas, es menester concebir que, en realidad, las dos tendencias a las que corresponden actúan siempre simultáneamente, aunque en proporciones diversas; y ocurre a veces, en algunos momentos críticos donde la tendencia descendente parece a punto de predominar definitivamente en la marcha general del mundo, que una acción especial interviene para reforzar la tendencia contraria, y de esta manera restablecer un cierto equilibrio al menos relativo, tal como pueden conllevarle las condiciones del momento, y de operar así un enderezamiento parcial, por el que el movimiento de caída puede parecer detenido o neutralizado temporariamente[1].

Es fácil comprender que estos datos tradicionales, a los que debemos ceñirnos para esbozar una apercepción muy resumida, hacen posibles concepciones muy diferentes de todos los ensayos de «filosofía de la historia» a los que se libran los modernos, y mucho más vastos y profundos. Pero, por el momento, no pensamos remontar a los orígenes del ciclo presente, ni tampoco más simplemente a los comienzos del Kali-Yuga; nuestras intenciones no se refieren, de una manera directa al menos, más que a un dominio mucho más limitado, a las últimas fases de ese mismo Kali-Yuga. En efecto, en el interior de cada uno de los grandes periodos de los que hemos hablado, se pueden distinguir también diferentes fases secundarias, que constituyen otras tantas subdivisiones suyas; y, puesto que cada parte es en cierto modo análoga al todo, estas subdivisiones reproducen por así decir, en una escala más reducida, la marcha general del gran ciclo en el que se integran; pero, ahí también, una investigación completa de las modalidades de aplicación de esta ley a los diversos casos particulares nos llevaría mucho más allá del cuadro que nos hemos trazado para este estudio. Para terminar estas consideraciones preliminares, mencionaremos solamente algunas de la últimas épocas particularmente críticas que ha atravesado la humanidad, aquellas que entran en el periodo que se tiene costumbre de llamar «histórico», porque es efectivamente el único que sea verdaderamente accesible a la historia ordinaria o «profana»; y eso nos conducirá de modo natural a lo que debe constituir el objeto propio de nuestro estudio, puesto que la última de esas épocas críticas no es otra que la que constituye lo que se llaman los tiempos modernos.

Hay un hecho bastante extraño, que nadie parece haber observado nunca como merece serlo: es que el periodo propiamente «histórico», en el sentido que acabamos de indicar, se remonta exactamente al siglo VI antes de la era cristiana, como si hubiera ahí, en el tiempo, una barrera que no es posible traspasar con la ayuda de los medios de investigación de que disponen los investigadores ordinarios. A partir de esa época, en efecto, se posee por todas partes una cronología bastante precisa y bien establecida; para todo lo que es anterior, por el contrario, nadie obtiene en general más que una aproximación muy vaga, y las fechas propuestas para los mismos acontecimientos varían frecuentemente en varios siglos. Incluso para los países donde no se tienen más que simples vestigios dispersos, como Egipto por ejemplo, eso es muy llamativo; y lo que es quizás más sorprendente todavía, es que, en un caso excepcional y privilegiado como el de China, que posee, para épocas mucho más remotas, anales fechados por medio de observaciones astronómicas que no deberían dejar lugar a ninguna duda, los modernos por eso no califican menos de «legendarias» a aquellas épocas, como si hubiera ahí un dominio donde no se reconoce el derecho a ninguna certeza y donde se prohiben a sí mismos obtenerlas. Así pues, la antigüedad llamada «clásica» no es, a decir verdad, más que una antigüedad completamente relativa, e incluso mucho más próxima de los tiempos modernos que la verdadera antigüedad, puesto que no se remonta siquiera a la mitad del Kali-Yuga, cuya duración, según la doctrina hindú, no es ella misma más que la décima parte de la del Manvantara; ¡Y por esto se podrá juzgar suficientemente hasta qué punto los modernos tienen razón para estar tan orgullosos de la extensión de sus conocimientos históricos! Todo eso, responderían sin duda para justificarse, no son más que periodos «legendarios», y es por eso por lo que estiman no tener que tenerlos en cuenta; pero esta respuesta no es precisamente más que la confesión de su ignorancia, y de una incomprehensión que es lo único que puede explicar su desdén de la tradición; en efecto, el espíritu específicamente moderno, no es, como lo mostraremos más adelante, nada más que el espíritu antitradicional.

En el siglo VI antes de la era cristiana, cualquiera que haya sido su causa, se produjeron cambios considerables en casi todos los pueblos; por lo demás, estos cambios presentaron caracteres diferentes según los países. En algunos casos, fue una readaptación de la tradición a otras condiciones que las que habían existido anteriormente, readaptación que se cumplió en un sentido rigurosamente ortodoxo; esto es lo que tuvo lugar concretamente en China, donde la doctrina, constituida primitivamente en un conjunto único, fue dividida entonces en dos partes claramente distintas: el Taoísmo, reservado a una élite, y que comprendía la metafísica pura y las ciencias tradicionales de orden propiamente especulativo, y el Confucionismo, común a todos sin distinción, y que tenía por dominio las aplicaciones prácticas y principalmente sociales. En los Persas, parece que haya habido igualmente una readaptación del Mazdeísmo, ya que esta época fue la del último Zoroastro[2]. En la India, se vio nacer entonces el Budismo, que, cualquiera que haya sido por lo demás su carácter original[3], debía desembocar, al contrario, al menos en algunas de sus ramas, en una rebelión contra el espíritu tradicional, rebelión que llegó hasta la negación de toda autoridad, hasta una verdadera anarquía, en el sentido etimológico de «ausencia de principio», en el orden intelectual y en el orden social. Lo que es bastante curioso, es que, en la India, no se encuentra ningún monumento que remonte más allá de esta época, y los orientalistas, que quieren hacer comenzar todo con el Budismo cuya importancia exageran singularmente, han intentado sacar partido de esta constatación en favor de su tesis; no obstante, la explicación del hecho es bien simple: es que todas las construcciones anteriores eran en madera, de suerte que han desaparecido naturalmente sin dejar rastro[4]; pero lo que es verdad, es que un tal cambio en el modo de construcción corresponde necesariamente a una modificación profunda de las condiciones generales de existencia del pueblo donde se ha producido.

Acercándonos al Occidente, vemos que, en los judíos, la misma época fue la de la cautividad de Babilonia; y lo que es quizás uno de los hechos más sorprendentes que se tengan que constatar, es que un corto periodo de setenta años fue suficiente para hacerles perder hasta su escritura, puesto que después debieron reconstituir los Libros sagrados con caracteres diferentes de aquellos que habían estado en uso hasta entonces. Se podrían citar todavía muchos otros acontecimientos que se refieren casi a la misma fecha: notaremos solamente que fue para Roma el comienzo del periodo propiamente «histórico», que sucedió a la época «legendaria» de los reyes, y que se sabe también, aunque de una manera un poco vaga, que hubo entonces importantes movimientos en los pueblos célticos; pero, sin insistir más en ello, llegaremos a lo que concierne a Grecia. Allí igualmente, el siglo VI a.C. fue el punto de partida de la civilización llamada «clásica», la única a la que los modernos reconocen el carácter «histórico», y todo lo que precede es lo bastante mal conocido como para ser tratado de «legendario», aunque los descubrimientos arqueológicos recientes ya no permiten dudar de que, al menos, hubo allí una civilización muy real; y nos tenemos algunas razones para pensar que aquella primera civilización helénica fue mucho más interesante intelectualmente que la que la siguió, y que sus relaciones no dejan de ofrecer alguna analogía con las que existen entre la Europa de la edad media y la Europa moderna. No obstante, conviene destacar que la escisión no fue tan radical como en este último caso, ya que hubo, al menos parcialmente, una readaptación efectuada en el orden tradicional, principalmente en el dominio de los «misterios»; y con esto es menester relacionar el Pitagorismo, que fue sobre todo, bajo una forma nueva, una restauración del Orfismo anterior, y cuyos lazos evidentes con el culto délfico del Apolo hiperbóreo permiten considerar incluso una filiación continua y regular con una de las tradiciones más antiguas de la humanidad. Pero, por otra parte, pronto se vio aparecer algo de lo que todavía no se había tenido ningún ejemplo y que, a continuación, debía ejercer una influencia nefasta sobre todo el mundo occidental: queremos hablar de ese modo especial de pensamiento que tomó y guardó el nombre de «filosofía»; y este punto es bastante importante como para que nos detengamos en él algunos instantes.

La palabra «filosofía», en sí misma, puede tomarse ciertamente en un sentido muy legítimo, que fue sin duda su sentido primitivo, sobre todo si es verdad que, como se pretende, es Pitágoras quien lo empleó primero: etimológicamente, no significa nada más que «amor de la sabiduría»; así pues, designa primero una disposición previa requerida para llegar a la sabiduría, y puede designar también, por una extensión completamente natural, la indagación que, naciendo de esta disposición misma, debe conducir al conocimiento. Por consiguiente, no es más que un estadio preliminar y preparatorio, un encaminamiento hacia la sabiduría, un grado que corresponde a un estado inferior a esta[5]; la desviación que se ha producido después ha consistido en tomar este grado transitorio por la meta misma, en pretender substituir la sabiduría por la «filosofía», lo que implica el olvido o el desconocimiento de la verdadera naturaleza de ésta última. Es así como tomó nacimiento lo que podemos llamar la filosofía «profana», es decir, una pretendida sabiduría puramente humana, y por tanto de orden simplemente racional, que toma el lugar de la verdadera sabiduría tradicional, supraracional y «no humana». No obstante, subsistió todavía algo de ésta a través de toda la antigüedad; lo que lo prueba, es primero la persistencia de los «misterios», cuyo carácter esencialmente «iniciático» no podría ser contestado, y es también el hecho de que la enseñanza de los filósofos mismos tenía a la vez, lo más frecuentemente, un lado «exotérico» y un lado «esotérico», pudiendo éste último permitir el vinculamiento a un punto de vista superior, que, por lo demás, se manifiesta de una manera muy clara, aunque quizás incompleta bajo ciertos aspectos, algunos siglos más tarde, en los Alejandrinos. Para que la filosofía «profana» se constituyera definitivamente como tal, era menester que permaneciera solo el «exoterismo» y que se llegara hasta la negación pura y simple de todo «esoterismo»; es en esto precisamente en lo que debía desembocar, en los modernos, el movimiento comenzado por los Griegos; las tendencias que ya se habían afirmado en aquéllos debían llevarse entonces hasta sus consecuencias más extremas, y la importancia excesiva que habían acordado al pensamiento racional iba a acentuarse también para llegar al «racionalismo», actitud especialmente moderna que ya no consiste simplemente en ignorar, sino en negar expresamente todo lo que es de orden supraracional; pero no anticipamos más, ya que tendremos que volver de nuevo sobre esas consecuencias y ver su desarrollo en una parte de nuestra exposición.

En lo que acaba de decirse, hay que retener una cosa particularmente desde el punto de vista que nos ocupa: es que conviene buscar en la antigüedad «clásica» algunos de los orígenes del mundo moderno; así pues, éste no carece enteramente de razón cuando se recomienda a la civilización grecolatina y se pretende su continuador. No obstante, es menester decir que no se trata más que de una continuación lejana y un poco infiel, ya que, a pesar de todo, en aquella antigüedad, había muchas cosas, en el orden intelectual y espiritual, cuyo equivalente no se podría encontrar entre los modernos; en todo caso, en el oscurecimiento progresivo del verdadero conocimiento, se trata de dos grados bastante diferentes. Por lo demás, se podría concebir que la decadencia de la civilización antigua haya conducido, de una manera gradual y sin solución de continuidad, a un estado más o menos semejante al que vemos hoy día; pero, de hecho, la cosa no fue así, y, en el intervalo, hubo, para el Occidente, otra época crítica que fue al mismo tiempo una de esas épocas de enderezamiento a las que hacíamos alusión más atrás.

Esta época es la del comienzo y de la expansión del Cristianismo, que coincide, por una parte, con la dispersión del pueblo judío, y, por otra parte, con la última fase de la civilización grecolatina; y podemos pasar más rápidamente sobre estos acontecimientos, a pesar de su importancia, porque generalmente son más conocidos que aquellos de los que hemos hablado hasta aquí, y porque su sincronismo ha sido más destacado, incluso por los historiadores de miras más superficiales. También se han señalado bastante frecuentemente algunos rasgos comunes a la decadencia antigua y a la época actual; y, sin querer llevar demasiado lejos el paralelismo, se debe reconocer que hay en efecto algunas semejanzas bastante llamativas.

La filosofía puramente «profana» había ganado terreno: la aparición del escepticismo por un lado, el éxito del «moralismo» estoico y epicúreo por el otro, muestran suficientemente hasta qué punto se había rebajado la intelectualidad. Al mismo tiempo, las antiguas doctrinas sagradas, que casi nadie comprendía ya, habían degenerado, por el hecho de esta incomprehensión, en «paganismo» en el verdadero sentido de esta palabra, es decir, que ya no eran más que «supersticiones», cosas que, habiendo perdido su significación profunda, se sobreviven a sí mismas únicamente por manifestaciones completamente exteriores. Hubo intentos de reacción contra esta decadencia: el helenismo mismo intentó revivificarse con la ayuda de elementos tomados a las doctrinas orientales con las que podía encontrarse en contacto; pero eso ya no era suficiente, la civilización grecolatina debía acabar, y el enderezamiento debía venir de otra parte y operarse bajo una forma diferente.

Fue el Cristianismo el que cumplió esta transformación; y, anotémoslo de pasada, la comparación que se puede establecer bajo algunas relaciones entre aquel tiempo y el nuestro es quizás uno de los elementos determinantes del «mesianismo» desordenado que sale a la luz actualmente. Después del periodo turbulento de las invasiones bárbaras, necesario para acabar la destrucción del antiguo estado de cosas, se restauró un orden normal para una duración de algunos siglos; fue la edad media, tan desconocida por los modernos que son incapaces de comprender su intelectualidad, y para quienes esta época parece ciertamente mucho más extraña y lejana que la antigüedad «clásica».

Para nos, la verdadera edad media se extiende desde el reinado de Carlomagno hasta el comienzo del siglo XIV; en esta última fecha comienza una nueva decadencia que, a través de etapas diversas, irá acentuándose hasta nosotros. Es ahí donde está el verdadero punto de partida de la crisis moderna: es el comienzo de la desagregación de la «Cristiandad», a la que se identificaba esencialmente la civilización occidental de la edad media; es, al mismo tiempo, el fin del régimen feudal, bastante estrechamente solidario de aquella misma «Cristiandad», el origen de la constitución de las «nacionalidades». Así pues, es menester hacer remontar la época moderna cerca de dos siglos antes de lo que se hace ordinariamente; el Renacimiento y la Reforma son sobre todo resultantes, y no se han hecho posibles más que por la decadencia previa; pero, bien lejos de ser un enderezamiento, marcaron una caída mucho más profunda, porque consumaron la ruptura definitiva con el espíritu tradicional, uno en el dominio de las ciencias y de las artes, y la otra en el dominio religioso mismo, que era no obstante aquél donde una tal ruptura hubiera podido parecer más difícilmente concebible.

Lo que se llama el Renacimiento fue en realidad, como ya lo hemos dicho en otras ocasiones, la muerte de muchas cosas; bajo pretexto de volver de nuevo a la civilización grecorromana, no se tomó de aquélla más que lo que había tenido de más exterior, porque únicamente eso había podido expresarse claramente en textos escritos; y esta restitución incompleta no podía tener por lo demás más que un carácter muy artificial, puesto que se trataba de formas que, desde hacía siglos, habían dejado de vivir de su vida verdadera. En cuanto a las ciencias tradicionales de la edad media, después de haber tenido todavía algunas últimas manifestaciones hacia esta época, desaparecieron tan totalmente como las de las civilizaciones remotas que fueron aniquiladas antaño por algún cataclismo; y, esta vez, nada debía venir a reemplazarlas. En adelante no hubo más que la filosofía y la ciencia «profanas», es decir, la negación de la verdadera intelectualidad, la limitación del conocimiento al orden más inferior, el estudio empírico y analítico de hechos que no son vinculados a ningún principio, la dispersión en una multitud indefinida de detalles insignificantes, la acumulación de hipótesis sin fundamento, que se destruyen incesantemente las unas a las otras, y de miras fragmentarias que no pueden conducir a nada, salvo a esas aplicaciones prácticas que constituyen la única superioridad efectiva de la civilización moderna; superioridad poco envidiable por lo demás, y que, al desarrollarse hasta asfixiar a toda otra preocupación, ha dado a esta civilización el carácter puramente material que hace de ella una verdadera monstruosidad.

Lo que es completamente extraordinario es la rapidez con la que la civilización de la edad media cayó en el más completo olvido; los hombres del siglo XVII ya no tenían la menor noción de ella, y los monumentos suyos que subsistían ya no representaban nada a sus ojos, ni en el orden intelectual, ni en el orden estético; por esto se puede juzgar cuánto se había cambiado la mentalidad en el intervalo. No emprenderemos buscar aquí los factores, ciertamente muy complejos, que concurrieron a ese cambio, tan radical que parece difícil admitir que haya podido operarse espontáneamente y sin la intervención de una voluntad directriz cuya naturaleza exacta permanece forzosamente bastante enigmática; a este respecto, hay circunstancias muy extrañas, como la vulgarización, en un momento determinado, y presentándolas como descubrimientos nuevos, de cosas que eran conocidas en realidad desde hacía mucho tiempo, pero cuyo conocimiento, en razón de algunos inconvenientes que corrían el riesgo de rebasar sus ventajas, no había sido difundido hasta entonces en el dominio público[6]. Es muy inverosímil también que la leyenda que hizo de la edad media una época de «tinieblas», de ignorancia y de barbarie, haya tomado nacimiento y se haya acreditado por sí sola, y que la verdadera falsificación de la historia a la que los modernos se han librado haya sido emprendida sin ninguna idea preconcebida; pero no iremos más adelante en el examen de esta cuestión, ya que, de cualquier manera que se haya llevado a cabo este trabajo, por el momento, es la constatación del resultado la que, en suma, nos importa más.

Hay una palabra que recibió todos los honores en el Renacimiento, y que resumía de antemano todo el programa de la civilización moderna: esta palabra es la de «humanismo». Se trataba en efecto de reducirlo todo a proporciones puramente humanas, de hacer abstracción de todo principio de orden superior, y, se podría decir simbólicamente, de apartarse del cielo bajo pretexto de conquistar la tierra; los Griegos, cuyo ejemplo se pretendía seguir, jamás habían llegado tan lejos en este sentido, ni siquiera en el tiempo de su mayor decadencia intelectual, y al menos las preocupaciones utilitarias jamás habían pasado en ellos al primer plano, así como eso debía producirse pronto en los modernos. El «humanismo», era ya una primera forma de lo que ha devenido el «laicismo» contemporáneo; y, al querer reducirlo todo a la medida del hombre, tomado como un fin en sí mismo, se ha terminado por descender, de etapa en etapa, al nivel de lo más inferior que hay en éste, y por no buscar apenas más que la satisfacción de las necesidades inherentes al lado material de su naturaleza, búsqueda bien ilusoria, por lo demás, ya que crea siempre más necesidades artificiales de las que puede satisfacer.

¿Llegará el mundo moderno hasta el fondo de esta pendiente fatal, o bien, como ha ocurrido en la decadencia del mundo grecolatino, se producirá, esta vez también, un nuevo enderezamiento antes de que haya alcanzado el fondo del abismo a donde es arrastrado? Parece que ya no sea apenas posible una detención a mitad de camino, y que, según todas las indicaciones proporcionadas por las doctrinas tradicionales, hayamos entrado verdaderamente en la fase final del Kali-Yuga, en el periodo más sombrío de esta «edad sombría», en ese estado de disolución del que no es posible salir más que por un cataclismo, porque ya no es un simple enderezamiento el que entonces es necesario, sino una renovación total. El desorden y la confusión reinan en todos los dominios; han sido llevados hasta un punto que rebasa con mucho todo lo que se había visto precedentemente, y, partiendo del Occidente, amenazan ahora con invadir el mundo todo entero; sabemos bien que su triunfo no puede ser nunca más que aparente y pasajero, pero, en un tal grado, parece ser el signo de la más grave de todas las crisis que la humanidad haya atravesado en el curso de su ciclo actual. ¿No hemos llegado a esa época temible anunciada por los Libros sagrados de la India, «donde las castas estarán mezcladas, donde la familia ya no existirá»? Basta mirar alrededor de sí para convencerse de que este estado es realmente el del mundo actual, y para constatar por todas partes esa decadencia profunda que el Evangelio llama «la abominación de la desolación». Es menester no disimular la gravedad de la situación; conviene considerarla tal como es, sin ningún «optimismo», pero también sin ningún «pesimismo», puesto que como lo decíamos precedentemente, el fin del antiguo mundo será también el comienzo de un mundo nuevo.

Ahora, se plantea una cuestión: ¿cuál es la razón de ser de un periodo como éste en el que vivimos? En efecto, por anormales que sean las condiciones presentes consideradas en sí mismas, no obstante deben entrar en el orden general de las cosas, en ese orden que, según una fórmula extremo oriental, está hecho de la suma de todos los desórdenes; esta época, por penosa y turbulenta que sea, debe tener también, como todas las demás, su lugar marcado en el conjunto del desarrollo humano, y por lo demás, el hecho mismo de que estaba prevista por las doctrinas tradicionales es a este respecto una indicación suficiente. Lo que hemos dicho de la marcha general de un ciclo de manifestación, que va en el sentido de una materialización progresiva, da inmediatamente la explicación de un tal estado, y muestra bien que lo que es anormal y desordenado bajo un cierto punto de vista particular no es sin embargo más que la consecuencia de una ley que se refiere a un punto de vista superior o más extenso.

Agregaremos, sin insistir en ello, que, como todo cambio de estado, el paso de un ciclo a otro no puede cumplirse más que en la obscuridad; en eso hay también una ley muy importante y cuyas aplicaciones son múltiples, pero, por eso mismo, una exposición algo detallada de ella nos llevaría demasiado lejos[7].

No es eso todo: la época moderna debe corresponder necesariamente al desarrollo de algunas de las posibilidades que, desde el origen, estaban incluidas en la potencialidad del ciclo actual; y, por inferior que sea el rango ocupado por estas posibilidades en la jerarquía del conjunto, por eso no debían menos, tanto como las demás, ser llamadas a la manifestación según el orden que les está asignado. Bajo esta relación, lo que, según la tradición, caracteriza a la última fase del ciclo, es, se podría decir, la explotación de todo lo que ha sido desdeñado o rechazado en el curso de las fases precedentes; y, efectivamente, es eso lo que podemos constatar en la civilización moderna, que no vive en cierto modo más que de aquello que las civilizaciones anteriores no habían querido. ¡Para darse cuenta de ello, no hay más que ver como los representantes de esas mismas civilizaciones que se han mantenido hasta aquí en el mundo oriental, aprecian las ciencias occidentales y sus aplicaciones industriales! No obstante, estos conocimientos inferiores, tan vanos a los ojos de quien posee un conocimiento de otro orden, debían ser «realizados», y no podían serlo más que en un estadio donde la verdadera intelectualidad hubiera desaparecido; estas investigaciones de un alcance exclusivamente práctico, en el sentido más estrecho de este término, debían llevarse a cabo, pero no podían serlo más que en el extremo opuesto de la espiritualidad primordial, por hombres inmersos en la materia hasta el punto de no concebir nada más allá, y que devienen tanto más esclavos de esta materia cuanto más quisieran servirse de ella, lo que les conduce a una agitación siempre creciente, sin regla y sin meta, a la dispersión en la pura multiplicidad, hasta la disolución final.

Tal es, esbozada en sus grandes rasgos y reducida a lo esencial, la verdadera explicación del mundo moderno; pero, declarémoslo muy claramente, esta explicación no podría tomarse de ninguna manera como una justificación. Una desgracia inevitable, por eso no es menos una desgracia; e, incluso si del mal debe salir un bien, eso no quita al mal su carácter; por lo demás, entiéndase bien, no empleamos aquí estos términos de «bien» y de «mal» más que para hacernos comprender mejor, y fuera de toda intención específicamente «moral». Los desórdenes parciales no pueden no ser, porque son elementos necesarios del orden total; pero, a pesar de eso, una época de desorden es, en sí misma, algo comparable a una monstruosidad, que, aunque es la consecuencia de algunas leyes naturales, por eso no es menos una desviación y una suerte de error, o a un cataclismo, que, aunque resulta del curso normal de las cosas, es del mismo modo, si se considera aisladamente, un trastorno y una anomalía. La civilización moderna, como todas las cosas, tiene forzosamente su razón de ser, y, si es verdaderamente la que termina un ciclo, se puede decir que ella es lo que debe ser, que viene en su tiempo y en su lugar; pero por eso no deberá ser juzgada menos según la palabra evangélica muy frecuentemente mal comprendida: «¡Es menester que haya escándalo; pero ay de aquél por quien el escándalo llega!».

[1] Esto se refiere a la función de «conservación divina», que, en la tradición hindú, es representada por Vishnu, y más particularmente a la doctrina de los Avatâras o «descensos» del principio divino al mundo manifestado, que, naturalmente, no podemos pensar desarrollar aquí.
[2] Es menester destacar que el nombre de Zoroastro no designa en realidad a un personaje particular, sino una función, a la vez profética y legisladora; hubo varios Zoroastros, que vivieron en épocas muy diferente; y es verosímil incluso que esta función debió tener un carácter colectivo, del mismo modo que la de Vyâsa en la India, y del mismo modo también que, en Egipto, lo que se atribuyó a Thoth o a Hermes representa la obra de toda la casta sacerdotal.
[3] En realidad, la cuestión del Budismo está lejos de ser tan simple como podría dar a pensar esta breve apercepción; y es interesante notar que, si los Hindúes, bajo el punto de vista de su propia tradición, han condenado siempre a los Budistas, muchos de entre ellos por eso no profesan menos un gran respeto por el Buddha mismo, respeto que en algunos llega incluso hasta ver en él el noveno Avatâra, mientras que otros identifican a éste con Cristo. Por otra parte, en lo que concierne al Budismo tal como se conoce hoy, es menester tener buen cuidado de distinguir entre sus dos formas del Mahâyâna y del Hînayâna, o del «Vehículo Mayor» y del «Vehículo Menor»; de una manera general, se puede decir que el Budismo fuera de la India difiere notablemente de su forma original india, que comenzó a perder terreno rápidamente después de la muerte de Ashoka y desapareció completamente algunos siglos más tarde.
[4] Este caso no es particular a la India y se encuentra también en Occidente; es exactamente por la misma razón por lo que no se encuentra ningún vestigio de las ciudades celtas, cuya existencia no obstante es incontestable, puesto que está atestiguada por testimonios contemporáneos; y, ahí igualmente, los historiadores modernos han aprovechado esta ausencia de monumentos para describir a los Celtas como salvajes que vivían en los bosques.
[5] La relación es aquí casi la misma que la que existe, en la doctrina taoísta, entre el estado del «hombre dotado» y el del «hombre transcendente».
[6] No citaremos más que dos ejemplos, entre los hechos de este género que debían tener las más graves consecuencias: la pretendida invención de la imprenta, que los chinos conocían anteriormente a la era cristiana, y el descubrimiento «oficial» de América, con la que habían existido comunicaciones mucho más seguidas de lo que se piensa durante la edad media.
[7] Esta ley estaba representada, en los misterios de Eleusis, por el simbolismo del grano de trigo; los alquimistas la figuraban por la «putrefacción» y por el color negro que marca el comienzo de la «Gran Obra»; lo que los místicos cristianos llaman la «noche obscura del alma» no es más que su aplicación al desarrollo espiritual del ser que se eleva a estados superiores; y sería fácil señalar todavía muchas otras concordancias.
    

Una gente curiosa

 
Hay pocas cosas más secas que el zen. No muchas que sean más correosas y libertad es un término que parecer serle ajeno. Por otro lado, amable no es una palabra que lo defina bien, según opinión generalizada.

.Y sin embargo es el auténtico y genuino arte de amar y la experiencia de la auténtica libertad en mayúsculas doradas.

Se le puede calificar de todo excepto de divertido.

.Y sin embargo un estilo especial de carcajada, no del todo inocente, es el indicador fiable de la Comprensión según afirman los maestros.

La gente del zen no es buena como se espera de quienes siguen las huellas del Espíritu, más bien son “¡buenas piezas!”.

.Y sin embargo adquieren con el tiempo una inconsciente y natural delicadeza, exquisita, que se manifiesta en gestos láser: mínimos, precisos y de intensidad demoledora. Tan mínimos que muchas veces son casi inapreciables si no se comparte la precisa percepción de la belleza y la armonía que resultan de la práctica. Tan demoledores que uno solo de esos detalles tiene el poder de hacer girar una vida y orientarla definitivamente.

Proclaman la Unidad, impermanencia y relatividad de todas las cosas
.y sin embargo afirman radicalmente que “no todo vale” y sacuden lo incorrecto sin compasión ni remordimiento.

Servidores de lo Absoluto y en Él incluidos, saben del miedo y de la osadía, de rabias y ternuras, de ignorancia y sabiduría... tanto o más que cualquier humano no entrenado en la vieja y querida práctica de estudiarse a sí mismo, olvidarse de sí mismo, ser certificado por todas las existencias.....

Tal vez la única diferencia sea que acogen la debilidad y ni se abandonan en ella, ni la fuerzan, ni la detestan; que sujetan el empuje de la ira haciéndose sus dueños y señores, cabalgando el tigre; que con la práctica van y vienen del caos al orden y del orden al caos siguiendo el ritmo natural de las cosas, sin inmutarse, impecables, sin miedo.

Muchos templos zen se llaman así: castillo del no-miedo. La fortaleza del no-miedo. El único lugar donde puede habitar el Amor, el huésped más exigente.

Hablaremos del no-miedo muchas más veces porque a lo mejor es la palabra clave. ¿O la clave es la fe? ¿O es lo mismo o parecido? ¿O no-miedo equivale a Amor?

Esto nunca sucedió así pero pasó parecido, por ejemplo, en estados unidos o...

 
Ortiga llevaba toda la vida haciendo experimentos con la religión. Primero fue católica porque era la religión de sus padres y porque sí, en definitiva. Estuvo en grupos cristianos, cumplió todos los preceptos y cuando llegó a la primera juventud se desilusionó. La religión organizada que conocía no le daba el alimento espiritual que ella consideraba adecuado.

Poco a poco fue derivando hacia las energías cósmicas que por aquel entonces comenzaban a ponerse de moda. Todo muy new age.

Estudió con metafísicos, encontró el yoga y para cuando se le quedó pequeño, su propio profesor la recomendó practicar zazen.

Entonces buscó y encontró el dojo en su ciudad. Y fue definitivo. Ahí se quedó. En opinión de algunos porque se enamoró del monje que lo conducía, pero eso son tan solo opiniones.

Cuando Ortiga conoció a Pantano, él estaba pasando una mala racha. Había abandonado su trabajo para dedicarse a las cosas del zen: traducir textos de su maestro y de todos los maestros que en el mundo han sido, organizar sesshines, enseñar en el dojo.... pero no mucho después de aquella decisión, su mujer, harta de él y sus rarezas, le comunicó que se había enamorado de otra persona y le abandonó. Dicen que él hizo sanpai ante ella por la vida compartida pero que eso, aún siendo un gesto tan hermoso, no la conmovió y de todos modos lo dejó plantado.

Ni qué decir tiene que Pantano se quedó de un aire, sin entender nada de nada y a continuación se trastornó, lo normal en estos casos. Andaba por ahí vestido con el hábito de los monjes y el kesa puesto, se sentaba a hacer zazen horas y más horas y dejó de hablar, apenas se comunicaba con escuetas preguntas que escribía en los periódicos del estilo de ¿realidad o sueño?. Le creció la barba y los ojos, habitualmente escondidos detrás de las gafas, dejaron de ver lo que estaban viendo y se ocultaron todavía más. Se perdió a sí mismo en las cuevas de su conciencia.

Poco a poco se fue recuperando gracias al apoyo incondicional de algunos de los practicantes del dojo que le acogieron en sus casas, le escucharon cualquier cosa que dijera sin ponerla en tela de juicio ni intentar convencerle de nada y le cubrieron con su comprensión y consuelo. Lo cual le hizo mucho bien.

Cuando la crisis más seria llegó a su fin, Pantano y Ortiga se hicieron pareja en una ardorosa sesshin. Ella estaba encantada de tener una relación sentimental con un monje y se le entregó en cuerpo y alma.

Fuera porque él necesitaba probar su maltrecha virilidad, fuera porque todavía no se había recuperado del trastorno mental transitorio, el hecho es que no fue precisamente que le guardara la fidelidad debida y se dedicó a coquetear con casi todas y cada una de las practicantes del dojo que por aquel entonces no eran pocas. Por supuesto todas se creían únicas en la vida del monje y cuando se enteraron de que no era exactamente así, el alma se les cayó a los pies y a continuación la furia les ocupó el corazón y la cabeza. Se enfadaron. Y eran demasiadas mujeres enfadadas con un solo hombre.

El dojo se vino abajo con el ruido de los cotilleos y las maledicencias.

El monje perdió el poco o mucho predicamento que hasta ese momento había tenido. Y los hombres del dojo comenzaron a desaparecer de puntillas que es lo que los hombres suelen hacer cuando las cosas se ponen de esta manera que desde nunca han sabido manejar.

Ortiga mientras tanto y a pesar de los celos que la comían y reconcomían, continuó con su práctica de zazen intentando separar las churras de las merinas. Es decir, intentando separar la práctica espiritual de las cosas de la vida corriente y moliente y los actos de las personas de las personas que hacen actos.

En el medio de todos estos acontecimientos sucedió que el maestro de todos los monjes de aquella sangha hizo eso que hacen los maestros cuando ven que van para viejitos y dio la transmisión a una de sus monjas más cercanas y la hizo maestra también.

Al principio no hubo ningún problema. La recién llegada a monja que enseña lo que sabe, continuó en su dojo y tutelando los otros más pequeños de los alrededores. Pero, como los dojos no crecían y para ser sinceros, más bien iban a menos, un día el maestro de todos los monjes le dijo que mejor se fuera a otro país donde hubiera más interés por el zen.

Y entonces ella debió de pensar algo parecido a "bueno, hasta aquí" y harta de ir de un lado para otro, o por las razones que fueran, se negó.

Y también se enfadaron.

Y la sangha se dividió y entró en crisis.

En el dojo de Pantano también surgió la división: que si unos con el maestro de todos los monjes y que si otros con la recién llegada a maestra... y unas cosas con otras se juntaron y todo se fue al garete.

Pero como lo que es, es y no hay forma de hacer que no sea, al final todo se volvió a componer alrededor de una cosa tan simple como sentarse y respirar, sentarse y respirar... un único aliento compartido

El dojo de los pingüinos

 
No sé por qué así suelo sentirme en las sesshines y también en el dojo:

Siguiendo a los mayores. Ellos tan imponentes, vestidos con un manto de sabiduría inmensa. Yo pequeña... 
... divertida y patosa.
Echando una mano torpe a mis iguales.
Aprendiendo a vivir y descubriendo el mundo.
 


Cortesía de Jurozu
 

Quino y así son las cosas.

Éste es tu cerebro, comenzó a explicar el padre

Y continuó...


No hace falta ponerse radicales, el contacto humano también es posible a través de las redes sociales. No te preocupes, hay una para cada edad. Si eres muy joven: tuenti. Si eres un poco más mayor: facebook. Twitter es imprescindible para cualquiera.


Te dirán lo contrario, incluso lo creerás en algún momento. Resiste y si no: continúa amándote a ti mismo a través de los demás. Es un buen truco.


...ah! esto es dios. No "nuestro" dios. No, dios. Se vende a cualquiera. Por eso.

Y hablando de cosas más concretas: éstas son tus piernas. Las tuyas son lentas y sensibles a las piedras del camino, a las hormigas que lo atraviesan, al calor de la tierra. Eso no es ni útil ni eficaz.


En cuanto a los ideales, moral y honestidad... qué quieres que te diga... quedan bien. Enséñalos y habla de ellos pero no los uses mucho, si lo haces estarás muerto. Son bonitos pero sirven para poco más que como adorno.
 

Irena Sendler

 
Fue "guapa"

  
..................llegó a ser Belleza.........
 
 Si no conoces su historia búscala en la red.

Ojalá que la vida que vivo me conceda el honor de la expresión traviesa y amable de su mirada, la sonrisa sin dientes para morder, la cómoda sencillez de su peinado, sus grandes orejas que parecen haber escuchado y atendido todos los lamentos, la determinación de su barbilla para terminar con ellos..................................
 

Las reglas del Camino

 
I. El Camino se recorre a plena luz del día arrojada por quienes saben y guían. Nada puede ocultarse y, en cada recodo, el hombre debe enfrentarse a sí mismo.

II. En el camino se revela lo oculto. Cada uno ve y conoce la villanía del otro en el otro y en uno mismo. Sin embargo, a pesar de esa gran revelación, nadie retrocede, no se desprecian mutuamente, ni vacilan. El Camino sigue adelante.

III. Este Camino no se recorre solo. No hay prisa ni apremio. Sin embargo, no hay tiempo que perder. Cada peregrino, sabiéndolo, apresura su paso y se encuentra rodeado por sus semejantes. Unos van adelante, él los sigue. Otros se quedan atrás, él les marca el paso. No camina solo.

IV. Tres cosas debe evitar el Peregrino:
- llevar un capuchón, un velo que oculte su rostro a los demás
- un cántaro que sólo contenga suficiente agua para su propia necesidad
- un báculo sin orqueta a la qué aferrarse.

V.Cada Peregrino en el Camino debe llevar consigo lo que necesita:
- un brasero para dar calor a sí mismo y a sus compañeros.
- una lámpara para alumbrar su corazón y mostrar a sus semejantes la naturaleza de su vida oculta.
oro en una talega, que no lo malgaste en el Camino, pero lo comparta con los demás.
- una vasija sellada donde guarda todas sus aspiraciones para ofrendarlas a los pies de Eso que espera darle la bienvenida en el Portal.

VI. A medida que recorre el Camino, el Peregrino debe tener el oído atento, la mano dadivosa, la lengua silenciosa, el corazón casto (que no es lo mismo que célibe), la voz limpia, el pie rápido y el ojo abierto para ver la Luz.

Sabe que no camina solo.

+ o -, un poco traducido de http://almabetania.blogspot.com/2010/03/el-peregrino-las-reglas-del-camino.html, que tampoco sé de dónde lo sacó pero que se ajusta, se ajusta...
  

Hallelujah (Rufus Wainwright)

 
Hay músicas que me llevan en volandas hasta el hospital o la consulta incluso aunque no pueda ni con las botas, músicas que me recuerdan el orgullo y responsabilidad de saber cierto lo que alguien dijo un afortunado día de especial lucidez: "nosotros, los espíritus, no sólo somos lo que parecemos ser y debemos comportarnos como lo que decimos ser" (que se den por buenas las redundancias ya que, al fin y al cabo, estamos entre amigos)

... Como el Comando, no puedo vivir sin música (click, anda y verás qué selección hermosa han preparado)
 




Now I've heard there was a secret chord

That David played, and it pleased the Lord

But you don't really care

for music, do you?

It goes like this

The fourth, the fifth

The minor fall, the major lift

The baffled king composing Hallelujah

Hallelujah…

Your faith was strong but you needed proof

You saw her bathing on the roof

Her beauty and the moonlight overthrew her

She tied you

To a kitchen chair

She broke your throne,

and she cut your hair

And from your lips she drew the Hallelujah

Hallelujah…

You say I took the name in vain

I don't even know the name

But if I did, well really, what's it to you?

There's a blaze of light

In every word

It doesn't matter which you heard

The holy or the broken Hallelujah

Hallelujah…

I did my best, it wasn't much

I couldn't feel, so I tried to touch

I've told the truth, I didn't come to fool you

And even though It all went wrong

I'll stand before the Lord of Song

With nothing on my tongue but Hallelujah

Hallelujah…
      

Revoltijo

 
 



Lo igual y diferente
porque todo es lo mismo con diferentes formas y colores.
Me encanta Kandinsky y esta imagen no es de ninguna manera lo mejor.
Este sitio, como reza la cabecera, es no oficial por muchas razones.

Una es que quien elige los copypaste, enlaces, temas, cuentos y canciones soy yo según mi historia personal,  gustos y pareceres; no es ningún maestro certificado ni sin certificar.

Otra es que practico zazen y punto y hasta ahí. No soy monja, no soy boddhisattva, no soy nada de nada aunque pueda parecer extraño (y lo es) después de tantísimos años perteneciendo a la “Orden”.

Otra es que de la misma forma que casualmente tropecé con el Zen, también me he dado de manos a bruces con otras tradiciones que antes de conocerlas detestaba y despreciaba sin más motivo que ningún motivo: masones, cristianos, cabalistas y sufíes por nombrar los más famosos pero por ahí también ha habido más de un chamán de pacotilla de los de engañar poniendo cara de interesante y haciendo mil pases de manos extravagantes, wiccanos, brujas y magos en minúsculas aunque también he encontrado una Bruja y un Mago en mayúsculas que menos mal que los tengo como amigos porque como enemigos me doy por muerta antes de que desplieguen el más pequeño de sus poderes (esas cosas existen y operan por mucho que yo me empeñe en racionalizalas e incluso descartarlas como fantasías todo lo que puedo que es bastante).

Y me reconozco occidental con todo lo bueno y lo regular que pueda tener.

No puedo negar, ni ganas que tengo, cierta querencia norteña y caballeresca (en conclusión: friki) que me puede a la hora de sentir y expresarme además del gusto por la simbología y el esoterismo que, a excepción del zen, me regalaron las tradiciones ya mencionadas.

Todo eso lo he bebido, comido y lo digiero poquito a poquito, con tiempo porque la digestión y asimilación requiere su tiempo, ritmo y forma.

Algunas marcas han sido tan importantes en mi vida como el Zen y a veces -las menos que puedo para no dar la lata con cosas que me interesan a mí exclusivamente- no puedo aguantarme y cuelgo algo de ellas que me parece especialmente revelador.

Guénon es uno de los autores que más veces me ha abierto los ojos y más alegrías me ha dado pero hay otros. Por ejemplo Toshihiko Izutsu que tiene dos volúmenes deliciosos y no muy extensos sobre sufismo y taoísmo o Peter Kingsley (“En los oscuros lugares del saber”). A Tolkien le considero hermano por compartir un sueño recurrente, el de “la Gran Ola” y Úrsula K. LeGuin ha escrito las cosas que yo hubiera querido escribir y como las hubiera querido escribir si hubiera sabido hacerlo...

Quiero decir que estoy hecha de una pasta que no es puro Zen sino un conglomerado de mil cosas y colores.

Al contrario de la gran mayoría de los compañeros de sangha (si tengo que atenerme a lo que dicen en voz alta) me sé y reconozco religiosa sin ninguna vergüenza puesto que para mí fue semilla, plataforma y trampolín.

Lo cierto es que creo que todo lo dicho es palpable en las entradas de elaboración propia pero lo aclaro por si  acaso.

Por consiguiente, y aunque me esfuerce, no todo lo que hay aquí es doctrina Zen, ni mucho menos, en el caso de que semejante cosa existiera -que no estoy segura del todo-.
  
Ve con cuidado y discrimina porque lo que fue y es bueno para mí no tiene por qué serlo para nadie más. O sí y todo sirve para la Vía...
 

SpanishRevolution: otra visión

 
A través del Templo Luz Serena
Aviso,  es largo pero tiene algunas cosas: entrevistas a Dokushô Villalba, Carlos Taibo, Fabio Gándara.
Dirigido por José Ortega. Música de José Luis Salas. Fotografía de José Vicente Bosch.


 

Piérdelo todo...

 
Tal cual lo encontré, tal cual lo paso con permiso de Los Hermanos Cervantes que por algún sitio de su "sitio" lo conceden con la sola condición de citar la autoría, como debe ser. Merece una visita y más de una. Ahí va el botón de muestra sin cambiar casi ni un punto ni una coma.

Son un poco efectistas, vale, pero es porque, como Sócrates, se comportan con las formas y maneras del tábano. Me reservo los comentarios.

Piérdelo todo y otras razones de por qué quedarse sin nada te transforma.
Si perdiera mi computadora, buscaría conectarme con el mundo a través de miradas, sonrisas y abrazos.
 
Si perdiera mi automóvil, haría amigos en el autobús, respiraría el aire fresco de camino a la parada, y bajaría de peso caminando más.

Si perdiera mi casa, me consumiría en dolor y angustia. Me sentiría desnudo, pero me quedaría mi trabajo y mi capacidad para generar abundancia y conseguir otra casa aún mejor.

Si perdiera mi trabajo, me sentiría desorientado y fracasado. Pero me quedaría mi talento, mis artes y mis dones para que otro trabajo venga a mí.

Si perdiera a mis amigos, los extrañaría y lo resentiría. Pero me queda mi encanto y mi humildad para atraer otras amistades que me ayuden a cambiar.

Si perdiera mi familia, a mis seres queridos, a quienes amo. Tardaría tiempo en recuperarme, pero me quedaría una vida para vivir honrando lo que ellos me enseñaron.

Si perdiera mi salud, me sentiría débil y sin esperanza, pero me queda mi espíritu y mi coraje para descubrir que no soy mi cuerpo, y que mi sanación va más allá de lo físico.

Si perdiera mi talento, me sentiría inseguro e inferior. Pero me queda mi sabiduría, para descubrir que el talento nunca se fué, sólo se tomó un decanso para que yo explorara en el sótano de mis dones olvidados.

Si perdiera mi dignidad, me sentiría avergonzado y amargado. Pero me quedaría la soledad para reflexionar y entender que nadie me puede quitar mi dignidad más que yo mismo. Si yo me la quité, yo me la puedo devolver.

Y si lo perdiera todo, todo lo que tengo, todo lo que soy, todo lo que hago. En medio de mi desnudez material y mental, entendería que perderlo todo significa ganarlo todo. Porque con mi piel celestial al viento entendería que venimos de la nada, nacimos sin nada y que nada y vacío son libertad, libertad de sacudirnos de lo que pensábamos que éramos y comprender que debajo de todo lo que nos liga a este mundo está la fuerza que nos impulsa a superar cualquier límite impuesto por nuestras ataduras...

Entonces comprendí que perder no es perder. Perder en realidad, es descubrir, deshechar el papel de regalo que nos envuelve, perder es abrir los ojos, es despertar.

Comprendí que nunca lo perdería todo, pues yo soy todo.

¿Y ahora qué?

Esta es la parte de auto-ayuda. Talvez no tan sublime y poética, pero si queremos ser integrales hay que vincular lo subjetivo con lo objetivo.

Lo primero que pensamos al leer este tipo de pensamientos es que podríamos estar subestimando el valor de lo que tenemos, somos y hacemos. ¿Qué acaso debo deshacerme de mi familia y vender mi casa para descubrir esta desnudez celestial de la que hablan estos hermanos de pacotilla?

Pues no. Esa no es la idea. Más bien, por cuanto amamos y valoramos lo que tenemos, es imperante desarrollar nuestra capacidad de emular nuestra desnudez sin necesidad de abandonarlo todo. Recordemos que este es un blog para gente normal, no para super gurúes espirituales.

Así que los dejamos con la siguiente práctica:

Todas las mañanas o todas las noches, busca un espacio relajado y privado donde puedas meditar. Durante esta meditación imagina qué pasaría contigo si perdieras algunas de tus cosas, relaciones y valores más preciados. Desde luego, las primeras emociones que imaginarías serían de desdicha y sufrimiento. Vívelas, no las reprimas.

Luego intenta visualizar en esta meditación qué harías para seguir adelante. ¿Cómo te levantarías? ¿De qué te arrepientes? ¿Qué hubieras hecho si hubieses sabido que ibas a perder eso que tanto apreciabas?

Con el tiempo, verás que tu capacidad de vivir más intensamente lo que tienes se irá refinando. Querrás pasar más tiempo de calidad con tu familia, redimir errores del pasado, perdonar gente, dar más abrazos y ¿por qué no? hasta en algunos casos puedes dejar ir aspectos y cosas de tu vida que sólo te estorban en tu camino de evolución personal.

Imagínate desnudo todos los días. Piérdelo todo en tu imaginario mental a diario. Entrénate para ser quien realmente eres. Un desnudista permanente. Un actor porno de la vida espiritual.

Namasté